Hay días que al sonar el despertador del móvil no sé ni el mundo en el que vivo. Nunca recuerdo cuál es el pie que apoyo primero sobre este frío suelo. Lo que sí recuerdo y, en ocasiones, consigue arrancarme una sonrisa mañanera, es el camino desde la cama hacia el baño, cómo voy dando eses hasta que mis ojos se abren por completo a la claridad de la mañana. Rara vez sé, en ese momento, el día en el que vivo. Luego vienen los hábitos que el tiempo nos va marcando: la ropa del trabajo, los zapatos, leer los titulares de los periódicos, buscar las llaves... Y nada más salir de casa tengo que mirar al cielo para saber y comprender que el mundo sigue girando. El mismo cielo que ven desde el norte de África. Que ven desde Tunez a Egipto. Y, a pesar de ser el mismo cielo, no son los mismos ojos desde los que se mira. Pues mientras que en esas tierras africanas bañadas por el Mediterraneo consiguen alzar la voz contra las injusticias de sus gobiernos, aquí seguimos callados y soportando cuestiones tan aberrantes como el hecho de tener que trabajar hasta los 67 años y haber trabajado durante 38 años y medio. Es el mismo cielo, pero no son los mismos ojos desde los que se mira. El mismo cielo que ve Omar Chuick, un malí que intentó saltar la valle de Ceuta, no para entrar en España, sino para huir de ella. Es el mismo cielo, pero no son los mismos ojos desde los que se mira.
Artículo publicado el 10 de febrero en Sanlúcar de Barrameda TVi